viernes, 24 de febrero de 2012

Capuchino

Definitivamente todo tiene un principio y un final. De vez en cuando me pongo a pensar que hago acá, cual es mi propósito en esta vida. Es irónico... nos preparamos para morir.
Esta vez le tocó a mi perro, Capuchino, que llegó a casa recién nacido, cuando yo tenía cinco años. Al principio era como un nuevo hermanito para mi y mis hermanos. Pero a medida que crecíamos, se hacía un estorbo, un gasto más para mis padres... "no teníamos tiempo para el". Ahí decidimos... vá, decidieron  llevarlo a la casa de mis abuelos, que por lo menos iba a tener más companía y cariño que el que nosotros podíamos darle. Los años pasaban, y aunque mis abuelos le brindaron amor, se iba volviendo cada vez más gruñon, le ladraba a cualquier extraño, ya no corría a embarrarse una vez que lo terminaban de bañar, ya no movía la cola como lo hacía antes. Lo que siempre me voy a acordar es como, hasta último momento, iba corriendo a la cerca cuando escuchaba que llegábamos a la casa. Mis hermanos y papás lo pasaban de largo, pero yo lo primero que hacía era ir a verlo, hacerle mimos y hablarle.
Así pasaban los años y se iba poniendo más viejo... creo que más rápido de lo que debía. Me acuerdo de su mirada la última vez que lo ví, antes de que le dieran esas inyecciones, estaba realmente mal. Ya ni se paraba, los gusanos lo comían tanto por dentro como por fuera pero el nunca lloró. Lo abrase, aguantándome las ganas de llorar, adivinando lo que vendría después.
No se como explicar lo que me sucedió cuando volvía de vacaciones... tuve el presentimiento de que a la vuelta Capuchino ya no iba a estar más con nosotros. Y así fue. Poco a poco fue cerrando los ojos, tranquilo, para irse a un lugar mucho mejor, sin tristezas, dolores, ni soledad.
Me arrepiento de no haberlo disfrutado mientras pude. Es así...uno no valora lo que tiene hasta que lo pierde, y hoy puedo decir que a este perro yo lo QUIERO y siempre lo voy a hacer.

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